Casi 70 millones de estadounidenses pensaban que aquel histórico debate televisado no podía ir peor para el vicepresidente Richard Nixon. Sin maquillar, torpe, con el rastro de una horrible barba de dos días, lento de reflejos... Frente a él, el joven senador Kennedy parecía sentirse seguro de sí mismo, ágil en sus respuestas, agresivo, cien por cien presidencial.
Fotograma de lenguaje corporal de Richard Nixon
Los espectadores pudieron observar atónitos cómo en los planos de transición, Nixon sudaba copiosamente y se enjuagaba la frente. Sin duda, los asesores de Kennedy habían presionado para subir la calefacción en el plató y aprovecharse de la ansiedad transpiratoria de su rival. Los radioyentes, sin embargo, pensaban de forma muy distinta. Para ellos, el vicepresidente contestaba a las preguntas con más aplomo que el candidato demócrata y había hecho valer su mayor experiencia política. Lo que marcaba la diferencia de criterio era, por supuesto, el lenguaje corporal de ambos.
Desde que en 1872 Charles Darwin sorprendiera a la comunidad científica con su trabajo La expresión y las emociones en el hombre y en los animales, verdadero germen de los estudios modernos sobre la comunicación no verbal, los expertos han identificado alrededor de un millón de claves y señales que transmitimos tanto consciente como intuitivamente a través de expresiones faciales y gestos.
La importancia del componente no verbal es, según la mayoría de los investigadores de la comunicación, incuestionable. De hecho, en un estudio del antropólogo Albert Mehrabian se indica que las palabras sólo influyen un 7% en el impacto total de un mensaje, mientras que los matices, sonidos y el tono de la voz supone el 38% y las posturas y ademanes, el 55%. De ello se infiere que el canal verbal se usa básicamente para transmitir información y datos, mientras que el no verbal se utiliza para expresar sentimientos y actitudes personales. El profesor de la Universidad de Pennsylvania Ray Birdwhistell, que llegó a determinar en qué idioma hablaba una persona observando cómo gesticulaba, ha calculado que cada individuo emplea sólo 12 minutos al día en comunicarse a través del habla. Este mismo investigador aseguró que la importancia de lo no verbal es tal, que con mucha práctica un observador sería capaz de averiguar qué gesto está haciendo una persona sólo con oír su voz.
¿Pero cómo aprendemos a leer el mensaje que emite el cuerpo del otro? ¿De dónde vienen todas estas señales que invariablemente transmitimos cada día? ¿Son innatas o las aprendemos? Y, sobre todo, ¿son universales o cada cultura dispone de un conjunto exclusivo? En realidad, las hay de todos los tipos. La sonrisa, por ejemplo, es un gesto innato. Hasta los niños sordos y ciegos, sin posibilidad de aprenderla, sonríen instintivamente.
Lenguaje corporal. Sonrisa
Según el profesor de Psicología de la Universidad Médica de California Paul Ekman, “todos los pueblos coinciden en el uso de los mismos gestos faciales básicos para expresar la alegría, la rabia, el desprecio, el interés, la sorpresa, la vergüenza, el miedo, la ira, el asco y la tristeza. Sin embargo, en culturas diferentes también hay sistemas no verbales distintos”. El inocente turista del sur de Europa que vaya a pedir un par de cervezas a un pub inglés y alce la mano formando una "V" con los dedos índice y corazón puede llevarse una más que desagradable sorpresa. Sencillamente, para la mayoría de los anglosajones ese gesto no simboliza el número dos, sino que resulta ofensivo.
Pese a que las diferentes interpretaciones de ademanes puntuales pueden llevar a situaciones difíciles, lo cierto es que, en general, el lenguaje corporal da pistas muy valiosas sobre las intenciones de nuestro interlocutor. Los especialistas en el estudio de la comunicación no verbal inciden especialmente en este punto: no es posible fingir el lenguaje del cuerpo. Podemos mentir de palabra, pero siempre habrá algo en nuestra postura que nos delatará. De hecho, cuando se intenta, se produce una incongruencia entre los gestos, el lenguaje articulado y una miríada de microseñales que no podemos evitar transmitir cuando hablamos, como una contracción de las pupilas, un temblor en la comisura de los labios o levantar una ceja.
En algunas profesiones, sin embargo, se aprende a someter la expresividad para conseguir dar una sensación concreta. Es lo que ocurre, por ejemplo, en los concursos de belleza, en las partidas de ajedrez –donde los jugadores controlan sus gestos para no dar pistas al contrario– o en el discurso político, en el que es posible comprobar cómo los oradores se ven a menudo traicionados por sus ademanes. Por ejemplo, varios conocidos dirigentes españoles intentan una y otra vez convencer a la opinión pública de su enfoque cálido y próximo al ciudadano mientras dan golpecitos secos y cortos, tipo karate, sobre su atril. Para un observador atento, esa actitud no dice mucho a su favor. Y es que a menudo, las posturas y gestos narran una historia mientras la voz nos cuenta otra. Por ello, cuando decimos que tenemos la corazonada de saber que alguien ha mentido es porque inconscientemente detectamos que su lenguaje corporal no se corresponde con el sentido de sus palabras.
Fuente: Abraham Alonso, en la revista Muy Interesante
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